16 de febrero de 2011

MI PROPIO SILVER BRIDGE


Son las 10 de la noche. La niña está muy cansada. - Ya es hora de acostarse, le dice su madre. Obediente, sube la empinada escalera al final de la cual encontrará su pequeño pero acogedor cuarto. Una ventana grande deja que la luna asome su rostro al de ella. Ya no se siente tan sola. Se mete debajo del cálido y ligero edredón de plumas. Mira alrededor y percibe como las cosas, que comparten con ella este pequeño espacio, están cobrando vida. La habitación respira, resopla, murmura. También se prepara para dormir, piensa la niña. Los minutos vienen y se marchan implacables hacia el olvido, pero, a pesar de la quietud que por fin se ha instalado en este reducido universo, el sueño no quiere venir. La niña se entretiene pensando en el chico que tanto le gusta y que ni siquiera la mira, en las amigas, que otra vez se reirán de sus suspiros y amores no correspondidos, en el examen de mates que tanto odia. Por fin consigue cerrar los ojos y se duerme.

En el cántico del viejo pero fiel reloj de pie, que desde el salón anuncia la llegada de la hora de los espíritus, se cuela un ruido como el crujir de las hojas secas en otoño. El sueño todavía tan frágil, se escapa espantado junto con la luna y, la niña abre los ojos. El hueco de la puerta ya no está vacío. ¡Papa, papa!, susurra la pequeña, pero el hombre de la puerta no contesta. No, no es un albornoz azul marino lo que lleva puesto. Es un abrigo negro y largo que no deja ver sus zapatos. Busca sus ojos, intenta discernir sus rasgos. Aunque no puede captar su mirada oculta detrás de una nube de sombras, sabe que la está observando. La  calidez y la  tranquilidad de su cuarto, hace ya un rato que se han desvanecido. El edredón de plumas ya no abriga. Hace frío y no hay lugar al que pueda escaparse. Se tapa la cabeza y por un pequeño agujero no deja de mirar a ese invitado no anunciado. La aterroriza su quietud. Parece como si estuviera esperando algo. La niña desearía cerrar los ojos pero teme perderlo de vista. Su respiración se vuelve dificultosa y las gotas de sudor le perlan la frente. El hombre de la puerta rompe el silencio en el que, desde su repentina aparición, estaba sumida la habitación y, con paso lento, equilibrado se dirige hacia el cabecero de su cama. Se sienta en la butaca, emitiendo unos sonidos guturales como si a él también le costara respirar. La niña ya no le puede ver. Piensa, analiza, valora las posibilidades y se pregunta qué hará el desconocido si ella intenta escapar. Pero,  ¿a dónde irá? ¿Abajo por las escaleras, al dormitorio de sus padres? Quiere irse con ellos pero no sabe dónde están. No, es mejor no moverse, decide.  No cree que pueda ser más rápida que él. Las horas van pasando pero ya ni siquiera el viejo reloj se atreve a cantarlas. El cansancio y la desesperación se apoderan de ella. Se queda sumida en un profundo sueño.

El hombre se ha marchado pero le ha dejado esa angustia que la acompañará para siempre. Ya no podrá volver a dormirse con la luz apagada. Ahora tendrá que estar preparada para que nunca más vuelva a sorprenderla. Cuando esté lista, le buscará, porque su necesidad de entender será más fuerte que el miedo. Tendrán que pasar 20 años para que lo consiga, pero sí, lo logrará. Descubrirá que, más que una amenaza, fue una advertencia que en su día no supo interpretar adecuadamente.


1 comentario:

Taissuportin dijo...

Vaya¡¡¡
¿Cuando y cómo sigue?